Trabajé esta noche y, como siempre me ocurre, empecé a disfrutar de la idea de disponer de un día tranquilo, sin nada especial que hacer.
Observé un mar en calma, como suele ocurrir a primera hora del día. Una bandada de garzas volaba frente a mí y a mi izquierda observé los picos de Sierra Nevada iluminados por la luz rosada del amanecer. La nieve así coloreada me hizo sonreír, feliz.
Conduje despacio, observando cómo iban cambiando las luces del comienzo del día. Al salir de uno de los pueblos del camino y llegar a un promontorio, vi el sol sobre el mar, con una luz dorada, creando sobre el agua un "claro de sol". Me dieron ganas de aplaudir y recordé aquella anécdota de Buñuel, Dalí y Lorca -nunca estoy segura de si fueron ellos- cuando una vez silbaron una puesta de sol que no les gustó.
Al pasar por Calahonda observé que la luz dorada iluminaba también la roca blanca que tanto me gusta, la que circunda el pueblo. Decidí seguir disfrutando un rato más del espectáculo y paré el coche en el promontorio desde el que se ve el pueblo. Las casas blancas también resplandecían en esa luz dorada, y no me resistí a hacer unas fotos con el móvil, maldiciéndome una vez más por no llevar conmigo una cámara sensata en el bolso.
Entretenida con las fotos y la vista, no me di cuenta hasta un rato después de que no estaba sola: había dos coches aparcados un poco más allá. Distinguí en uno a una pareja. Pensé que habían pasado la noche allá: no son horas para estar un sábado metidos en el coche si no habías estado en él anteriormente. O quizá hayan ido a disfrutar del amanecer tras una noche intensa de viernes.
Me retiré de allí discretamente, observando trozos de papel higiénico y cagarrutas en la zona donde había aparcado.
No todo es romanticismo en la vida, me dije riéndome...
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